Un error que podemos cometer mientras vemos los miles de titulares que genera a lo largo del planeta este meneado asunto del coronavirus consiste en pensar que se trata sólo de un asunto médico, que luego de algunas escenas más o menos previsibles será solucionado por sanitaristas y científicos.

Quizá, la explicación para esta histeria que produce el agotamiento del stock de barbijos en países enteros, que lleva al almacenero de un barrio de Córdoba a triplicar el precio del alcohol en gel y a que los youtubers ahora publiquen videos enseñando cómo lavarse las manos tenga también que ver con una cuestión atávica, con el regreso del oleaje de viejas creencias.

Cada época, lo demuestra la historia, se crea –y se cree– sus propios apocalipsis. Cada sociedad genera la idea de un futuro cataclismo a la medida de sus miedos. 

Bombas, hambre y hechiceros

Durante la Guerra Fría que dominó al mundo en la segunda mitad del siglo pasado, el apocalipsis siempre inminente tenía la forma de un enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias que haría desaparecer al planeta detrás de un horizonte con siluetas de hongos atómicos.

Hoy existen más potencias nucleares, hay más de 19 mil ojivas en el planeta, y son más los países que desarrollan armamento nuclear sin vigilancia internacional, pero el terror al holocausto nuclear ha desaparecido de los titulares y de las magnas conferencias internacionales.

En el siglo XVIII el economista británico Thomas Malthus convenció a millones sobre el inevitable apocalipsis demográfico. En épocas de la Revolución Industrial, planteó que el crecimiento geométrico de la población mundial llevaría a una inevitable escasez de recursos que haría imposible la supervivencia, por lo cual todos los seres humanos perecerían en hambrunas o en guerras por el agua y los alimentos.

Hoy la Tierra va camino a los 9.700 millones de cabezas humanas para 2050, según las previsiones de la Organización de las Naciones Unidas, y sin guerras por la provisión de proteínas, pese que Malthus previó que la humanidad se habría extinguido para 1880.

Mucho antes, a fines del siglo XIV, un grupo de penitentes llamados “los Bianchi” recorrían el norte de Italia anunciando la llegada de un papa angélico que vendría para acabar con el mundo disoluto conocido y a traer una época de paz y piedad.

En el siglo XVI eran tantos los profetas y los hechiceros europeos que aterrorizaban a sus seguidores con la amenaza de diversos tipos de apocalipsis que el papa León X nombró una comisión especial en el Quinto Concilio Luterano dedicada a contenerlos. 

En la actualidad, la expectativa de un apocalipsis o de una debacle humana provocada por la expansión descontrolada de algún tipo de virus es contemporánea a diversas formas de catastrofismo ecológico.

Entre estas, la teoría del calentamiento global que conducirá a la evaporación de los glaciares, al raquitismo de los osos polares, a la inundación definitiva de las playas de Miami Beach y, en definitiva, al achicharramiento del planeta es la convicción que más fervientes creyentes tiene en esta época de Gretas Thunberg y de protocolos de Tokio.

Morir para nacer

Los apocalipsis más difundidos y con mayor público son, por supuesto, los religiosos. El cristianismo, en sus diversas variantes, ha sido el que más se ha esmerado en detallar las manifestaciones que tendrá el final del mundo. Que en realidad no es un final, sino la previa a la gran fiesta eterna y all inclusive que luego disfrutarán en el Paraíso sólo los elegidos por el Señor.

Cada tanto, vuelven a las noticias de grupos sectarios que, encerrados en sus propios relatos religiosos, asumen las consecuencias de sus apocalipsis limitados a sus integrantes. Así ocurrió, por ejemplo, con el grupo Las Puertas del Cielo, cuyos 39 miembros se suicidaron en California en 1997 convencidos por su líder, Marshall Applewhite, de que así podrían ascender a una nave espacial que venía escondida detrás del cometa Halley, para irse a otro planeta y evitar la degradación en la que caería este mundo.

En noviembre de 2007, los 35 miembros del grupo de la Auténtica Iglesia Ortodoxa Rusa se encerraron con alimentos en una cueva en la región de Penza, al sur de Moscú, para esperar el fin del mundo. Su líder, Piotr Kuznetsov, un ingeniero al que le habían diagnosticado esquizofrenia, los había convencido de que era un profeta y, encerrados en la caverna, los protegería de la llegada del Anticristo. Los últimos abandonaron su refugio en mayo de 2008, luego de que el líder pospuso la fecha del día final, por la imposibilidad de seguir conviviendo con los cadáveres en descomposición de dos de las seguidoras.

El historiador británico Norman Cohn señala que la idea de un final de la historia no existió en las primeras civilizaciones. Egipcios, sumerios y babilonios aceptaron el mundo tal como lo dejaron ordenado sus dioses, y siempre permanecía igual.

El primero en romper con esa tranquilidad y plantear la idea de un final colectivo habría sido el profeta iraní Zaratustra, también conocido por su nombre griego Zoroastro, quien a mediados del siglo VI antes de Cristo plantó las bases de una creencia que durante 800 años fue la religión de estado de los imperios iraníes. 

Zaratustra propuso que el mundo podría ser perfeccionado, que los hombres podrían transformarse y postuló la posibilidad de una dicha eterna en un Paraíso que incluía la resurrección de los cuerpos, distinguiendo entre salvados y condenados, líneas argumentales de las que luego beberían el judaísmo y el cristianismo.

En el libro La teoría del apocalipsis y los fines del mundo (2000), diversos historiadores aportaron sus reflexiones sobre este fenómeno que, en cada época, lleva a la humanidad a plantearse relatos cataclísmicos o renacimientos luego de finales universales y violentos.

El optimismo apocalíptico

Algunas características comunes de estas creencias son que los planteos apocalípticos siempre florecen en contextos hostiles. 

Se ve a cada época actual como una época de crisis y se fortalece la convicción de que habitantes de ese presente han comenzado a ver las escenas finales del drama de la historia, lo que demanda cierto tipo de conductas para evitarlo: pureza moral, arrepentimiento, castidad, o bien –como en épocas de coronavirus– asepsia, distancia y búsqueda de culpables.

El sociólogo británico Krishan Kumar resalta un costado paradójico de los cataclismos con los que fantasea cada época: los apocalipsis, pese a sus promesas de destrucción masiva, son profundamente esperanzadores. 

El relato de los apocalipsis dan sentido al pasado, al presente y a los días por llegar. Los apocalipsis son una respuesta crítica a las injusticias del mundo y prometen un final feliz para los humillados, los pobres, los desheredados o –en estos tiempos de nuevas enfermedades– a los pobres que quedaron fuera de los seguros médicos y a los débiles abandonados por el sistema.

“A pesar de sus aterradoras manifestaciones –dice Kumar–, los apocalipsis ayudan a mantener una llama de humanidad y esperanza”. 

Otra cuestión interesante es que el relato lineal de los apocalipsis, el planteo de una instancia final, es propio de las religiones occidentales, mientras que en Oriente se han desarrollado planteos circulares, estructurados en ciclos y, a veces, con el bonus de la reencarnación.

Pese a este vendaval planetario de barbijos y paranoia, el apocalipsis del coronavirus está condenado a ocupar el museo de las promesas de cataclismos que nunca llegaron. Este destino no lo decidirá un mesías que regresará envuelto en luz dorada, sino un grupo ordinario de personas vestidas con guardapolvos blancos, inclinadas ante el visor mundano de un microscopio.

Coronavirus. Prevención en Italia. (AP/Archivo)
Desinfección en aeropuerto chino. (AP/Archivo)
Coronavirus. Operativos de prevención en Corea del Sur. (AP/Archivo)
Coronavirus. Prevención en Italia. (AP/Archivo)
Desinfección en aeropuerto chino. (AP/Archivo)