La vigencia hegemónica del paradigma liberal en la ciencia económica, pese a los tropiezos que experimenta al enfrentarse con la realidad como en la crisis de 2008, o a las desigualdades crecientes que genera año tras año, ha hecho casi desaparecer del debate académico -–ni hablar de los medios de comunicación– la discusión sobre la experiencia soviética.

La URSS es descalificada sin necesidad de recurrir a argumentos sofisticados. “Fue una mala idea”, se dice, en una expresión que abarca incluso en las versiones extremas a todo lo que tenga que ver con esa palabra que debería erradicarse del lenguaje de la disciplina: socialismo. Para muchos analistas, el fracaso económico constituyó la causa principal del derrumbe de la Unión Soviética. 

Una economía centralmente planificada, con el Estado como productor casi exclusivo, ahoga la iniciativa individual y no está preparada para impulsar la innovación que surge en forma “natural” de la competencia entre sujetos económicos individuales que pugnan por obtener los mayores beneficios posibles. En una confrontación “plan versus mercado”, éste lleva todas las de ganar. Por lo tanto, la URSS estaba inevitablemente condenada.

Planificación

¿Es esto realmente así? ¿El problema es tan fácil de resolver? Durante los años de la Guerra Fría, la confrontación entre Estados Unidos y la Unión Soviética, en el debate académico y dentro de la misma opinión pública, no planteaba la cuestión con tanta claridad. Luego de 1945 y sobre todo en las décadas de 1950 y 1960 estos temas no se saldaban con el simplismo con que lo hacen en la actualidad. 

La Unión Soviética constituía una potencia temible en condiciones de obtener ventajas en la lucha por la conquista del espacio y disputaba palmo a palmo la más que peligrosa carrera armamentista. Los cuestionamientos mayoritarios al modelo soviético estaban centrados los opresivos mecanismos autoritarios de control de la sociedad y a sus aspiraciones hegemónicas, ya que buscaba expandir la revolución en el mundo extraeuropeo. Pero las críticas no se centraban en el funcionamiento de su sistema económico. 

De hecho, la planificación, sin bien orientativa, pasó a formar parte de la estrategia de los principales países occidentales. La desconfianza respecto del funcionamiento libre del mercado estaba fuertemente instalada desde la depresión de los años ’30. La expansión del Estado del Bienestar tiene mucho que ver con esta realidad.

Problemas

Desde luego, el sistema no estaba exento de serios problemas y éstos ya fueron objeto de debate al interior de la Unión Soviética: el peso de la burocracia, la obligación de cumplir con las metas del plan, las dificultades que se presentaban para poder implementar una innovación tecnológica, la repetición sistemática de procesos productivos probados sin incorporar métodos que ahorraran mano de obra y/o materias primas. La posibilidad de introducir incentivos a los responsables de las empresas innovadoras era uno de los elementos más citados, pero a pesar de varios intentos nunca se puso masivamente en práctica.

A estos comentarios habría que agregar dos de diferente origen pero igualmente importantes: por una parte, el progresivo desánimo de quienes impulsaban el proceso productivo, despojados ya de toda ilusión revolucionaria pese a los esfuerzos propagandísticos del régimen: la conocida frase “ellos hacen como que nos pagan y nosotros hacemos como que trabajamos”, expresaba esa situación de resignación.

Al mismo tiempo, se fue desarrollando una economía ilegal que en general se nutría de la corrupción de funcionarios, que permitían desviar hacia el mercado negro una proporción creciente de los bienes que se fabricaban a través de los canales normales.

Pero además, el enorme gasto, orientado al mantenimiento del complejo militar-industrial y a sostener centenares de miles de tropas en el exterior –-la invasión a Afganistán fue considerada un error decisivo– restaba una cantidad masiva de recursos que podían haberse aplicados a la innovación tecnológica y a la mejora social. El resultado es una simplificación excesiva pero ilustrativa: el régimen soviético estaba en condiciones de enviar satélites al espacio y construir sofisticadas armas de destrucción pero no pudo fabricar un automóvil de uso cotidiano mínimamente fiable.

Si bien muy lejos de ser masivas, las quejas respecto del funcionamiento del sistema económico, en particular de las limitaciones de la oferta, con preocupación más por la cantidad que por la calidad, se hicieron sentir en los años previos a la perestroika. Sectores de las clases medias reclamaban mayores libertades y una sociedad más orientada al consumo masivo. Pero más allá del sentimiento de los ciudadanos respecto del funcionamiento del sistema económico, en esos momentos la mayoría creía en la continuidad de los servicios sociales y educativos gratuitos, en los precios subsidiados y en la industria nacionalizada.

Un resumen de la situación en vísperas de la llegada de Mijail Gorbachov al poder puede ser el siguiente: en 1980, la Unión Soviética superaba a Estados Unidos en la producción de acero, carbón petróleo y maquinaria agrícola. Pero como bien dice un experto en el tema, la URSS “ganó la carrera equivocada”: el nuevo escenario ponía en primer plano la innovación tecnológica y la competitividad internacional, la Unión Soviética estaba mal preparada para ese desafío y el sistema político bloqueó las reformas”.

La caída

¿Estaba la URSS condenada en 1985? Una de las respuestas la brinda Mark Harrison, uno de los mayores expertos en la economía soviética. Tras destacar que a pesar de los problemas “muchos soviéticos vivían razonablemente bien, había pleno empleo, un bajo y controlado déficit fiscal y una deuda interna y externa absolutamente controlable”, concluye que “la economía soviética no era ya una causa perdida”.

Las circunstancias que contribuyeron a su derrumbe son de orden externo e interno. Por una parte, la voluntad del presidente Ronald Reagan de acabar con el “imperio del mal” implicó el desarrollo de una serie de estrategias que iban desde la baja de los precios del petróleo, el mayor producto de exportación de la URSS, hasta el incremento del gasto militar para someter a su contrincante, pasando por la cobertura financiera del movimiento Solidaridad en Polonia y el apoyo militar y económico a la resistencia en Afganistán.

Pero además están los factores de orden interno: las reformas de Mijail Gorbachov, más allá de sus intenciones, estuvieron plagadas de errores económicos, porque nunca tuvo claro el rumbo a seguir y fluctuó entre posiciones incompatibles, hasta el punto que en un momento el país se quedó “sin plan y sin mercado”. También tuvo desaciertos políticos, al suponer que la apertura democrática por decreto era suficiente para que un ciudadano ruso, que nunca había vivido en democracia, se transformara en una persona capacitada para participar de decisiones de enorme trascendencia como era un cambio de régimen.

Para las especulaciones contrafácticas queda una última cuestión: a la vista de la catástrofe que se desencadenó tras la caída de la URSS, ¿qué hubiera ocurrido si además de disminuir el gasto militar, cosa que hizo Gorbachov, se hubiera dispuesto de un plan coherente para aprovechar los recursos humanos y las materias primas disponibles para desarrollar una economía que buscara el desarrollo bajo la guía del Estado pero con incentivos para la actividad privada y el mantenimiento de los beneficios sociales?

Frente a esta alternativa se alza una objeción ideológica de mucho peso: pese a las dificultades, la concepción de que el mundo marchaba inevitablemente hacia el socialismo estaba profundamente arraigada en la dirigencia del Partido y era entonces difícil pensar que la potencia resigne sus ambiciones hegemónicas.

*Profesor titular de Historia Social General en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y profesor invitado en universidades de Uruguay, Chile y España. Autor del libro Por qué cayó la Unión Soviética, Capital Intelectual.

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