Cómoda en su liquidez streaming, la ficción futurista audiovisual encuentra hoy su mejor medio en el lenguaje serial. Si de 2001: Odisea del espacio a Matrix, de Blade Runner a El origen, el cine contemporáneo proyectó la evolución humana –científica, metafísica, psicológica– como hecho artístico, hoy es la pantalla chica la que marca el pulso en su síntesis de vanguardia y cultura popular.

La evidencia la da sin más el escritor, guionista y director inglés Alex Garland, que después de entregar una extraordinaria película sci-fi dedicada a la clonación (Ex Machina, a la que siguió la visualmente fascinante pero irregular Aniquilación) se abocó a desplegar su imaginario en la serie Devs, gran revelación de 2020. Si se suman la tercera temporada de Westworld y la segunda de Altered Carbon, surge un conjunto que imagina un panorama más allá de Black Mirror, estándar distópico del siglo que corre.

Por separado, estas narraciones desmenuzan temas y géneros en combinaciones disímiles: thriller y teoría cuántica, conspiración global y robótica, policial negro e inmortalidad. Afín a la estética de su mencionado creador, Devs (FX Hulu) es tan expansiva como ascética, ambiciosa como acotada, megalómana a pesar de sus proporciones indies. Sonoya Mizuno (Lily Chan) pierde a su novio ruso (Karl Glusman) después que éste se involucra con Devs, proyecto ultrasecreto de Silicon Valley que se cocina en el campus inquietante –coronado por una estatua de niña gigante– de la empresa Amaya (que recuerda a la casa forestal vidriada de Ex Machina). 

Detrás está el CEO Forest (Nick Offerman), barbudo que trabaja con un equipo freak en la gestación de una pantalla cuántica capaz de viajar en el tiempo. Cuando Sonoya investiga más de la cuenta se choca con el hostil hermetismo de la corporación, que recurre al guardia Kenton (Zach Grenier).

Por momentos esquemática en su intriga de suspenso (que no debe verse más que como una excusa destilada), Devs alcanza epifanías cósmicas en algunos episodios –van cinco de ocho, con estreno cada jueves–. Cuando en el umbral temporal que emula una lluvia blanca de píxeles aparece la forma crucificada de Cristo o una nena que juega con pompas de jabón, o cuando los tiempos individuales se disparan en una coreografía cotidiana coordinada, la serie despierta un asombro radiante.

Si bien el gesto terrorífico evoca a talentos como Ari Aster, sobre todo por la fotografía gélida, despojada y simétrica (a cargo de Rob Hardy), resulta interesante constatar que Garland transita un renacimiento: en décadas pasadas escribió la novela en que se basó La playa y los guiones de Nunca me abandones, Sunshine y Exterminio.

Libertad de acción

Embrollada a más no poder, Westworld ha convertido la genética del mundo por venir en épica audiovisual. Adaptación de la película homónima de 1973, la creación de Lisa Joy y Jonathan Nolan –hermano de Christopher, para quien escribió varias películas, y creador de Person of Interest– mezcla en sus dos temporadas y la tercera en curso la realidad virtual de un campo de atracción temático con los dilemas político-existenciales de los androides (“anfitriones”) que lo habitan.

Producida y emitida por HBO (los nuevos ocho episodios se estrenan cada domingo), la serie ha avanzado hasta sacar a sus criaturas al mundo aparentemente real en el que funcionaba (el ahora destruido) Westworld. Humanos que se revelan robots, inteligencias artificiales con emociones, creaciones que se levantan contra sus inventores, escenarios que se sospechan virtuales y decorados que devienen realidad componen el sello Westworld, que ha despertado un culto global legítimo que hizo anticipar la tercera temporada como uno de los hitos de este año.

Como en Devs, el determinismo y el libre albedrío integran la médula de la nueva temporada: si en la ficción de Garland el dilema entre libertad y destino se ajusta a los problemas del tiempo, en Westworld se extiende a las potencialidades libertarias de los androides y a una humanidad cada vez más limitada por la ciencia. En el tercer episodio emitido este domingo, es la anfitriona líder Dolores Abernathy (Evan Rachel Wood) la que le enseña a Caleb Nichols (Aaron Paul) cómo liberarse de un sistema algorítmico que ha determinado de antemano su lugar en sociedad hasta la muerte (como si él fuera la máquina y no ella).

La empresa Incite y el sistema Rehoboam –que emula al Big Data– se anticipan cruciales en el arco argumental, a la vez que el resto de personajes va trazando su camino con la estructura coral que caracteriza a la serie. Por momentos irreconocible –mutada a una trama de espionaje corporativo a lo Misión imposible–, Westworld se permite el riesgo.

Cambio de piel

Eso no quita que la creación de HBO transite lugares comunes de balaceras, autos que vuelan y paredes que desaparecen: rasgo que comparte con Altered Carbon, serie de Neflix que estrenó su segunda temporada (en el formato hermanado de ocho episodios). Descendiente de la ciencia ficción mainstream de El vengador del futuro o El quinto elemento, adaptación de la novela cyberpunk de Richard K. Morgan, Altered Carbon es una serie tenazmente fallida que hipnotiza con su saturación anabólica de peripecias. 

La invención de Laeta Kalogridis –guionista de La isla siniestra y Terminator: Génesis– narra las andanzas de Takeshi Kovacs (antes Joel Kinnaman, ahora Anthony Mackie), mercenario que ha cambiado varias veces de “funda” en un futuro en el que pasarse a otro cuerpo –e invocar la inmortalidad– es posible para los ricos. Con asistencia del mayordomo Poe (el autor de “El cuervo”, interpretado por Chris Conner), debe desentrañar una conspiración que involucra a su vieja amante Quellcrist Falconer (Renée Elise Goldsberry).

Hologramas, trajes genéticos, biorastreadores, mercados de almas, memorias digitalizadas, lectores mentales policíacos se amuchan en Altered Carbon como las masas empobrecidas de Harlan que contemplan los dictados televisados de la gobernadora (Lela Loren) desde callejones convulsos. Como su protagonista camaleónico, la ficción cambia de piel sin renegar de antiguas encarnaciones –vidas pasadas del cine y la literatura–, fábulas dedicadas a un futuro que por primera vez en la historia parecen reflejar el mundo cotidiano.

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