La noche del 7 de marzo de 2010, Argentina fue nombrada por segunda vez tras la frase “And the Oscar goes to…”. Hoy se cumplen 10 años desde que
El secreto de sus ojos
se llevó el premio de la Academia a mejor película de habla no inglesa. La estatuilla activó la alegría del director Juan José Campanella, el orgullo de productores y de actores de la película, el chauvinismo del público, y el alivio de los varios periodistas que habíamos viajado a Los Ángeles para cubrir el evento y cruzábamos los dedos para que el viaje no hubiera sido en vano.
La cobertura de varios días que hicimos para La Voz incluía varios frentes: cronicar cómo eran los preparativos de la ceremonia, hacer posteos con las noticias en las por entonces incipientes redes sociales, seguir a la comitiva argentina por los varios eventos previos y posteriores de la ceremonia y grabar videos con los protagonistas.
En este último rubro tuvo un pequeño tropiezo que nunca conté (al menos, no a mis editores de entonces). Tanto la Academia como el consulado argentino habían organizado varias conferencias de prensa en las que participaba Juan José Campanella. Después de dos de esas actividades, en las que mi tonada cordobesa se colaba en las preguntas en voz alta, Campanella ya me identificaba como “la piba cordobesa”. Quizás por eso, en una de esas multitudinarias reuniones en las que todos querían acercarse a él, accedió a darme una entrevista personal pero esa vez en video.
La previa llevó lo suyo, en una operación de periodista multichanga: buscar buena luz, probar el sonido del pequeño micrófono, definir el encuadre y, desde atrás de la cámara, dispararle las preguntas sin hacer temblar la cámara.
El director no sólo fue amable sino que se tomó el trabajo de “sacarse el casete” (como denominamos en prensa a la acción de responder con ideas nuevas las preguntas, sin repetir las respuestas ya dadas a otros medios), hablar fuerte y claro, mirar a cámara y hasta ser simpático. Era una buena entrevista en video… si la cámara hubiera estado puesta en “video” en lugar de en “foto”.
Cuando terminamos la nota y me di cuenta de que había hecho hablar al hombre durante siete minutos y sólo tenía una foto de él moviendo la boca, el grado de vergüenza fue tan intenso como las ganas de tomarme un Delorean a un pasado de 10 minutos.
No le dije nada, le agradecí y me quedé mascullando autorreproches.
Persiguiendo famosos
La jornada siguió tratando de que Guillermo Francella respondiera algunas preguntas con una pizca de amabilidad que a él le faltaba pero, por suerte, al guionista Eduardo Sacheri le sobraba. Y chusmeando con algunos colegas quién era la chica alta vestida de modelo que se paseaba por la reunión con gesto de diva. Resultó ser Lucía Polak, la novia argentina de Al Pacino. El dato generó una insólita fe de algunos colegas en que el mismo Pacino “pasara a buscarla” en algún momento. Cosa que no sucedió.
El Día D, caminé sobre la alfombra roja temprano, cuando salía el sol, codeándome con la ferocidad que pueden adquirir fotógrafos y camarógrafos para buscar un lugar estratégico para capturar imágenes de las celebridades en su mejor perfil.
Cuando empezó a caer la tarde y llegaron también los entrevistadores, quedaba claro quiénes trabajábamos en periodismo gráfico y quiénes en TV. Mientras los primeros usábamos camisas, pantalones cómodos y zapatos aptos para correr detrás de la sombra de algún famoso; los otros estaban 15 centímetros más arriba con tacos altos, zapatos con plataforma, arrastrando colas de vestidos de gala o acomodándose el moño del traje.
Así que fue fácil para el personal de seguridad, cuando faltaba poco para la ceremonia, distinguir quiénes tenían acreditación de TV y podían quedarse y quiénes no. Yo estaba en ese segundo grupo.
Así que partí rumbo al hotel donde se alojaba el equipo de El secreto de sus ojos, que en su mayoría también seguía la ceremonia desde una pantalla grande allí (sólo Campanella y Francella tenían invitaciones al Teatro Kodak).
Allí, después de charlar un rato con Sacheri (que más tarde, cuando se anunció el premio, lloraba de alegría como un chico), me senté frente a la pantalla al lado de un hombre que miraba a todos lados con insistencia, como si esperara a alguien. Me miró, esperando algo. Como no encontró respuesta de mi parte, insistió y el diálogo que tuvimos fue más o menos así.
–¿Sabés quién soy yo?
–Ehhh, no.
–¡Diego Alione!
–Ahhh…
Se notó en mi cara que no tenía la más remota idea de quién era, así que remató, señalándose a sí mismo con ambos índices: “¡El Rambo argentino!”. Así, terminé en una conversación larga con el cordobés que imita al personaje de Stallone para sacarse fotos con la gente en el Hollywood Boulevard.
Entre todos los que estábamos ahí había otros argentinos que buscaban suerte en Los Ángeles (y que no estaban consiguiéndola). Entre ellos, Ivo Cutzarida, que todavía no había vuelto al país en su gran “regreso polémico”. En ese momento, era el exgalán de novelas de mi infancia que estaba ahí esperando un milagro.
Una hora después del anuncio del premio, llegó el mismo Campanella al lugar. Tenía la estatuilla pegada a la palma de la mano con cemento, pero me dejó tocarla. Y volvió a responder las preguntas para una videoentrevista. Esa vez, con la cámara en modo “video”.