Tras su apogeo en los años posteriores a la caída del Muro de Berlín, hoy la democracia global está crujiendo. El malestar de los ciudadanos de los países más desarrollados con sus clases dirigentes está generando nuevos desafíos de representación que crecen y explotan a un ritmo más rápido que la capacidad de resolverlos.

Las nuevas tecnologías, las crisis económicas, los movimientos migratorios globales o el fortalecimiento de las identidades nacionales o religiosas han derivado en un fenómeno global de fragmentación y de polarización política.

La grieta no es nuestra, sino de todos los países democráticos en los que cuesta reconocer a los otros, que se multiplican de las más diversas formas.

El ascenso de Donald Trump a la presidencia norteamericana significó un antes y un después para esa brecha ideológica, dotando de un impulso o un orgullo a los movimientos más nacionalistas, proteccionistas (e incluso supremacistas o xenófobos) en todo el mundo. Convirtió a mayorías temerosas de perder sus privilegios en sólidos y orgullosos grupos reaccionarios.

El elevado nivel de bienestar de los países desarrollados –sumado a extendidos sistemas de protección social y a sólidos sistemas de protección de los derechos humanos– los convirtió en destino de grandes movimientos migratorios que no lograron procesar por completo. Esa implantación de un otro diverso –con valores, religión y apariencia diferente– contribuyó a construir la ilusión de la amenaza.

Nacionalismos en auge

La altísima interdependencia y la integración de Europa o de Estados Unidos generaron un contexto aprovechado por figuras que iniciaron sus carreras políticas desde los márgenes del sistema político. Ellos lograron convencer a grandes masas de votantes de que allí no había una cooperación ventajosa, sino un corsé de instituciones y burocracias que amenazaba la libertad y la “pureza” de sus países.

Trump planteó un desafío al consenso de reglas liberales que tan pacientemente construyó Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en las que no sólo se inscriben los procesos de integración económica, sino también la democracia como supuesto para canalizar malestares o resolver disputas.

Votos en los extremos

Si antes los votos se buscaban al centro del espectro ideológico, tratando de robar votantes indecisos al rival, la consolidación de minorías intensas que multiplican su discurso extremista a través de las redes sociales empuja a los partidos a polarizar sus posiciones, transmutando a viejos rivales en nuevos enemigos.

Los outsiders que reinan en esa confusión no tienen los códigos de los políticos de carrera: no ganan conservando el sistema, sino rompiéndolo, incluso agitando el odio para acumular poder. Parece un regreso de las primeras décadas del siglo 20, cuando el auge de los nacionalismos y la intolerancia empujó a todos a una confrontación global.

Radicalizar a los que temen al cambio y la diversidad se ha convertido en la respuesta habitual en muchas latitudes, porque en democracia no hace falta agradar a todos, sino sólo al número mágico que permita ganar y ser gobierno (aunque finalmente esa lógica signifique una derrota para la democracia).

 

* Politólogo

Estrategia. Trump suele agitar el odio hacia sus rivales entre sus seguidores y de esa manera agranda la polarización que existe en Estados Unidos. (AP)