El virus de las ideas locas es resistente. Puede venir por izquierda, por derecha o por el medio. En todo caso, eso es lo de menos.

Ningún país está exento y el germen puede permanecer en un cuerpo social por generaciones. Ni que hablar cuando se hospeda, silencioso, en personas por cuyas manos pasan decisiones demasiado importantes. 

¿Es el Presidente un paciente asintomático de ideas locas que él mismo repele? De ser así, ¿qué otras cosas se están incubando en su mente (y en la de su entorno) sin dar señales o indicio alguno?

En la saga Vicentin, y maquillada detrás de una precaria herramienta jurídica, la excitación tejida alrededor de conceptos como “soberanía alimentaria” y “empresa testigo” (en un mercado altamente competitivo, como el agroexportador) encendieron las alarmas. 

Sobre todo porque lo ocurrido –aun cuando ahora se apele al ropaje romántico de un rescate– está dramáticamente disociado del mensaje que el propio Alberto Fernández transmite a la elite empresarial. Desconcertante.

Además, esto no invalida la legítima búsqueda de respuestas para esclarecer responsabilidades legales por el cuantioso financiamiento que obtuvo Vicentin por parte del Banco Nación.

Pero hay datos duros demasiado elocuentes para disimularlos con la sudadera ideológica que lucen, orgullosos, los runners de los pasillos del Instituto Patria.

Un documento del Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), elaborado por los politólogos Gonzalo Diéguez y Agustina Valsangiacomo, explora esos antecedentes.

Después de la era privatizadora de la década de 1990 (67 empresas públicas fueron vendidas), que también tuvo sus sombras, el péndulo volvió en el primer tramo del nuevo siglo hacia lo que los autores del trabajo califican como “matriz Estadocéntrica”.

Entre 2003 y 2015, el Estado nacional estatizó siete compañías y creó otras seis. La dotación de personal en las empresas públicas pasó de 26.819 a 120.770 personas (350 por ciento más). Eso no sería necesariamente un problema si no fuera por un par de elementos cruciales.

El primero: la fenomenal presión sobre el gasto público de un movimiento que no provocó creación efectiva de empleo en el mercado. “Más bien, se transfirieron puestos de trabajo del sector privado al sector público”, indica el estudio.

En ese período (2003-2015), el total de “recursos humanos del sector público nacional se incrementó 60 por ciento”. Otro detalle: los organismos descentralizados y las empresas públicas fueron protagonistas de las mayores expansiones.

El segundo: buena parte de esas empresas arroja pérdidas, su productividad atraviesa nubes de cuestionamiento y hay cientos de costos ocultos que la mayoría de los contribuyentes pagan sin enterarse.

¿Es esta misma capacidad de gestión la que desembarcará en Vicentin o en cualquier otra compañía en problemas que el Gobierno defina como estratégica?

Barbijo. El presidente Alberto Fernández, en Villa La Angostura. (Presidencia)