“No quiero morir como un hombre ordinario”, canta Ozzy Osbourne en la balada que nombra a su último disco. 

Y pese a que la frase puede interpretarse como petulante, la emocionante interpretación (vocal e instrumental) sugiere todo lo contrario: temor, desconcierto. 

“No te olvides de mí/ a medida que los colores se desvanecen/ Cuando las luces se apagan/ es sólo un escenario vacío “, añade la voz suprema del heavy metal entre cuerdas y el oportuno piano de Elton John. 

Así están las cosas, un Ozzy con míster Parkinson mordiéndole los talones filosofa sobre la proximidad de un desenlace fatal en una canción aterciopelada que destaca a míster Rocketman. Y en un disco que termina con un movimiento de trap que lo tiene tirando paredes con Travis Scott y Post Malone (Take What You Want). 

¿Acaso es este un epitafio fuera de los cánones del rock duro? 

Para nada, estos temas son sólo matices exquisitos en una obra de mayoría pesada, y en la que el fundador de Black Sabbath canta con soltura y desenfado. 

Al cabo, todo resulta de una producción inteligente de Andrew Watt, a quien Ozzy conoció a instancias de su hija Kelly.

A ella le pareció copado que papá colaborase en el disco de su amigo Post Malone; mientras que a Ozzy, una buena oportunidad de distraerse con otros estímulos ante el abrumador acoso de los problemas de salud que lo obligan a cancelar giras todo el maldito tiempo. 

Entonces se encontró en estudios con un rapero de voz cascada (Malone) y a un producto hábil para orbitar entre géneros (Watt), con los que se  sintió cómodo como para producir a futuro.

Y ese futuro llegó en Ordinary Man, que muestra a Watt potenciando a Osbourne como vocalista de tiempos sosegados (no olvidar que Changes, de Sabbath, es un alto estándar de balada heavy) y revalidando su condición de santo patrono de la interpretación demente. 

OK, Ozzy no subvierte nada ni llega a ponerse a la vanguardia del metal, pero al menos expone sus sensaciones (temores) con cierto riesgo y logra mostrarse digno (relevante) en el epílogo de su agitado paso por este mundo. 

Las condiciones para una y otra cosa son las ideales desde la base, formada por el bajista Duff McKagan (Guns N’ Roses, Neurotic Outsiders) y el baterista Chad Smith (Red Hot Chili Peppers). Y potenciadas por una lista de invitados que destaca a los guitarristas Slash y Tom Morello, quienes suman grosor (y solos) a las ejecuciones rítmicas de Watt.  

Slash y Morello, además, ayudan a profundizar las intenciones significantes de Ozzy, que rara vez trascienden el tópico muerte, pero cuando lo hacen para recordarnos que el protagonista y la solemnidad siempre se llevaron para el traste.

Por caso, antes del estallido de Salsh en Straight to Hell, Ozzy avisa “te voy a gritar/ te voy a hacer cagar/ ja, ja, ja, ja “; y en el velocísimo It’s a Raid mantiene un diálogo cocainómano con Post Malone sobre la paranoia de tener a la policía merodeando ahí nomás. Podríamos sumar en esta columna delirante al caníbal Eat Me, donde Ozzy clama que lo comamos desde su piel y hasta el hueso para que “evolucionemos”. 

Lo dicho, es el mismo Ozzy aunque perturbado porque empieza a manifestarse la finitud de cuerpo y alma. 

Nunca sabremos si este será el último disco que Ozzy Osbourne publique en vida. Pero si llega a resultar así, quedará resonando “mi trabajo aquí abajo está hecho” (Goodbye) o “Cenizas a las cenizas, mírame desaparecer/ Más cerca de casa, porque el final está cerca” (Under The Graveyard).  

Y es probable que, con similar intensidad a la de estas baladas siniestras, se active el recuerdo de cuando pasó por Córdoba al frente de la gira despedida de Black Sabbath.

Ozzy, respetuoso de la muerte. (Facebook Ozzy Osbourne)