El tiempo es veloz también en el fútbol. Vaya si lo es. River empezó el sábado siendo campeón; después, el gol de Javier Toledo ilusionó a casi todos por una final con Boca; al ratito, la conquista de Matías Suárez lo volvió a subir al pedestal y un poco más tarde el gol de Carlos Tevez lo desalojó de ese privilegio hasta hacerlo claudicar, exponiéndolo a la curiosa e ilógica deuda interna de un equipo que Marcelo Gallardo, con martillo y cincel, moldeó con mano maestra durante varios años hasta convertirlo en el mejor de América.

Porque es cierto. Aun en la derrota contra Flamengo, River Plate demostró su condición vistosa y homogénea, superior a la de su sorprendido vencedor. Y si en ese trance adverso dejó huella, mucho más lo hizo cuando sus múltiples recursos inmovilizaban a sus rivales, cuando su fútbol fluía alegre, divertido, sediento de goles, apabullante en intensidad, a tal punto de llevarse todo lo que había en juego y también mucho más, el regalo mayor, el reconocimiento de todos.

No tuvo un buen final en aquel partido decisivo en Lima como no lo tuvo en Tucumán. Aquella tristeza se pudo explicar en errores defensivos concretos y letales; la del sábado en San Miguel se expresan en otras cuestiones derivadas del mismo proceso: la partida de Exequiel Palacios por necesidades económicas se notó en la dinámica de su medio campo, lo mismo que la lenta recuperación hasta ahora no consolidada de Juanfer Quintero; y su falta de contundencia fue su déficit mayor, explicado en el letargo prolongado de Lucas Pratto y en las lesiones que postergaron a Ignacio Scocco. Antes River dominaba y muchas veces goleaba; en estas últimas semanas, le alcanzaba para ganar con lo justo o hasta sólo para empatar.

De eso se aprovechó Boca Juniors, más limitado en matices, más rústico, pero desde hace un tiempo más emprendedor y enjundioso, con gesto torvo y dura más cabeza, propio de quien necesita como el agua una reivindicación luego de haber sufrido frustraciones trascendentes y derrotas históricas.

Por eso no le alcanzó la buena campaña con Gustavo Alfaro. En su gestión, Boca nunca pudo sacarse la máscara de la tristeza y de la postergación. El nuevo campeón ganaba pero no gustaba; sus principales jugadores no desequilibraban; sólo la inercia de llevar la camiseta azul y oro los conducía al triunfo. Los xeneizes sólo parecían avanzar en su propio pantano.

Hasta que el cambio se produjo. ¿Puede un dirigente cambiarle “la cabeza” a un futbolista? Tal vez a un dirigente le cueste más que a un dirigente que ha sido antes jugador. Juan Román Riquelme lo advirtió y la luz se hizo: Carlos Tevez, un lobo perdido en las estepas del fútbol, resucitó. Y con él, la manada, que lo acompañó en el festejo de sus goles fundamentales y en una recuperación que a sus 36 años parecía imposible.

El nuevo proceso de Boca Juniors, lleno de energía, se impuso al brillante, exitoso y prolongado ciclo de River, al que desde hace unos meses se le observan algunas grietas. Fue sólo por un punto, por lo que tampoco hay que engañarse.

Boca es el legítimo campeón del fútbol argentino, aunque tranquilamente la fiesta pudo haber sido en Núñez.

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