Frente a la aceleración política que Cristina y Alberto Fernández le impusieron a la ventaja del estado de emergencia, sólo un dato a favor puede asistir a los opositores: la memoria reciente. Están frescas las huellas del método de acumulación que ejecuta el kirchnerismo.

¿Tiene sentido para el comando opositor distraerse en artificios? ¿Fintas como la reaparición de Carta Abierta bajo otro nombre, o las imprecaciones de Raúl Zaffaroni contra la libre expresión?

¿O imposturas como la aparición “sorpresiva” de figuras recalcitrantes que de improviso cuestionan al Gobierno, al estilo de Mario Firmenich reclamando el fin de la cuarentena o Guillermo Moreno objetando la intervención a Vicentin?

Alberto Fernández ilusionó a algunos con la tregua política de la pandemia mientras Cristina avanzaba por el flanco de la impunidad. Pero cuando los réditos políticos de la prevención sanitaria se convirtieron en costos, el Gobierno abandonó en voz baja la primacía discursiva de la cuarentena. La intervención de la empresa Vicentin es lo que marcó ese cambio de agenda.

El Gobierno dice que ahora se está ocupando de la economía pospandemia, con su idea declamada del Estado presente. Mientras Horacio Rodríguez Larreta, el líder emergente del espacio opositor, atiende la congestión de runners en los bosques de Palermo.

La oposición lo venía apurando a Fernández con un aguijón insistente: la inexistencia de un plan económico. El oficialismo le respondió golpeando los tobillos: mejor un plan de negocios.

La ristra de experiencias desafortunadas que el kirchnerismo le endosó al país con el cuento de las intervenciones patrióticas sobre el patrimonio privado todavía está presente en la memoria social.

La más pasmosa fue la expedición de aventura por YPF. Cristina Fernández describió el 1º de marzo de 2014 –en un discurso ante el Congreso de la Nación– el itinerario de la obsesión familiar del kirchnerismo con la petrolera argentina.

La entonces presidenta explicó su controvertido apoyo durante el menemato a la privatización de YPF. Elogió el fondeo estratégico de Néstor Kirchner con el dinero que obtuvo en esa operación: lo depositó en Suiza, sin que el progresismo lo acuse de fugar capitales.

Admitió la obsesión posterior por intervenir en el paquete accionario de Repsol-YPF, al que ingresó mediante la familia Esquenazi. Se cuidó de aludir a la desinversión implícita en esa alquimia, que se pagaba a cuenta de dividendos. Algo que condujo al negocio colateral de los “barquitos” de combustible comprados a Hugo Chávez.

Y contó el final a gran orquesta de la estatización, que cargó sobre los hombros del pueblo argentino una multimillonaria deuda en dólares. Es una historia que no ha concluido. El viernes pasado, la jueza neoyorquina Loretta Preska le garantizó jurisdicción a la familia Esquenazi, que reclama tres mil millones de dólares por su parte damnificada en aquella estatización, al estilo Vicentin.

¿Y si el negocio de hoy no fuese la cerealera, ni su posición de testigo en el mercado de exportaciones, ni su sombra competitiva sobre el sector agroindustrial, sino otra deuda como aquella, otro arreglo y otro juicio parecidos? Los antecedentes del oficialismo legitiman la pregunta.

Al otro gran precedente, lo recordó el propio autor del desfalco. Amado Boudou, condenado por sus andanzas en el caso Ciccone, demostró al fin que merece la excarcelación pandémica: sigue siendo grupo de riesgo. Anticipó la estatización de Vicentin.

Validó así un segundo enfoque. Con Boudou, el país aprendió que, además de preguntar por qué se ejecuta una estatización, tiene que averiguar para quién.

Se refiere de Voltaire que una noche, alojado en una posada de caminantes, se sumó al fogón donde se contaban historias de ladrones y salteadores.

A su turno, dijo: “Hubo una vez un administrador de impuestos”. Y se calló. Lo animaron a proseguir con el relato. Añadió: “Eso es todo”.

Cristina. En control.