Hemos quedado, sin elegirlo, atrapados en las trampas del consumo, uno de los rasgos de esta época. Nada queda fuera del mandato de tener, buscar, acumular, y de la ilusión de controlar los deseos. Hay documentos al respecto, como la entrada al show que Wos iba a dar en Córdoba, que quedó pegada en el espejo, un fetiche de la era pre pandemia. El show del cantante será reprogramado. Los estrenos de cine, la temporada teatral, los espectáculos masivos, el fútbol, hasta nuevo aviso.

La mirada que creía en el horizonte ha quedado reducida a la pantalla, al fulgor y la conectividad, al azar del Instagram, a las ocurrencias de los no artistas que piensan que basta con exhibirse haciendo cualquier cosa…, sin saber. Todo sea por sentirnos acompañados, menos solos. Somos espectadores hábiles. Hemos construido una sociedad en torno al consumo de espectáculos. Ese modo de transformar el ocio en adrenalina es nuestra marca de época. ¡Si hasta nos contentamos con los ídolos proyectados en escena como hologramas!

La presencia es la cuestión. La nuestra, frente al artista admirado. ¿De qué manera la cuarentena construye una nueva subjetividad de espectadoras y espectadores?

El escenario en vivo ha desaparecido por ahora. Volverá, pero mientras tanto somos captados por el material que circula profusamente y de muy diferente calidad técnica y artística. ¿Hasta cuándo nos vamos a conformar con ver a Fito Páez cantando desde su casa? ¿Hasta cuándo la satisfacción, por streaming, dependerá de conexiones defectuosas, aun bien intencionadas?

La mirada mediatizada también se cansa. Falta el artista a unos metros, el brillo de sus ojos, la transpiración en medio del entusiasmo general. Falta la respiración de la que siempre hablará el hacedor de las artes escénicas (teatro, danza, performance, títeres, pantomima). Esa idea que se escucha desde que el mundo es teatro hoy cobra nuevos sentidos. Los artistas de la industria inventan formas de comunicación, su material está disponible, el negocio ha tenido que poner pausa. Se han suspendido las grabaciones de programas y tiras, los lanzamientos de películas y discos. La pandemia es una tragedia de todos.

Quizás haya en esta pausa obligatoria una posibilidad de pensar nuevas formas de producción y comercialización, nuevas maneras de supervivencia en el campo artístico. Mientras tanto, nos asumimos dramáticamente como espectadores y consumidores de bienes que ya no parecen infinitos. La sola idea es una amenaza en sí misma, tan encerrados estamos en nuestra cultura, en las restricciones de cada generación y los discursos que configuran nuestro tiempo.

Como encerrados en la cúpula que imaginó Stephen King. Quienes, cumplidas las áreas de subsistencia familiar, gozan de tiempo libre en el encierro, de repente se encuentran con el espejo. Quienes no tienen acceso directo a la oferta que determina la tecnología, seguramente se harán otras preguntas. La pandemia nos enfrenta a un espectáculo inédito. Si hay posibilidad de avances, apoyados en la tan mentada capacidad humana de resiliencia, habrá que revisar las fronteras de la cultura del espectáculo y el rol de los espectadores inmersos en ella.

Estar o no estar

En teatro se llama convivio, un concepto que se comprende solo cuando el otro cobra valor real, cuando salimos del ensimismamiento. Dejando de lado en este análisis, y no porque no sean acuciantes, las condiciones actuales de producción y supervivencia, los teatristas saben muy bien qué importancia tiene la mirada del espectador en vivo, única e irrepetible, la respiración bajo el mismo techo, los pensamientos en la penumbra, la atención y tensión del otro.

El espectador/a de teatro le pone el cuerpo al hecho teatral, que no sucedería tal como se lo conoce sin esa presencia. No solo se trata del gusto por el teatro, una confesión que hoy también circula por las redes en forma de deseo, de proyecto o reproche. “Ah! Cuando pueda salir, ¡voy a ir al teatro!” “Entonces, ¡espero que no te quedes en casa!” El convivio es más que una cifra de taquilla. La conexión ocurre esa vez, cuando la actriz mira al público y sabe que su frase no es arrojada al vacío. El teatro asume al espectador como miembro constitutivo. Por eso es tan interesante la experiencia de actrices y actores adaptando un monólogo a la cámara.

Desde su encierro, ellos reabren el tema sobre la condición frágil pero irreemplazable del espectador que salió de su casa para ver una obra, que juega las reglas de un arte que también reinventa lo desconocido en cada función. La potencia del vivo se reconoce como valor agregado en el piso de televisión, en la radio, en el escenario. En el teatro, cuando se apagan los celulares, se inicia una ceremonia de otra dimensión.

Si el cantante extraña al público del pogo, el actor sin escenario tiene un cuerpo que ha quedado en los huesos del documento de identidad, lejos de los personajes que lo convierten en parte del ritual ante los ojos del público presente.

Espectadores en el teatro Real, una escena del pasado (La Voz Archivo)