Que un alfajor de membrillo, quizás el gusto más aberrante para esa golosina, salte a la fama y se llene de prestigio como lo hizo recientemente el Triple Fruta Guaymallen, es cuanto menos un fenómeno surreal.

La estrategia de marketing deslumbra por lo austera: el empresario Hugo Basilotta, valiéndose de su destreza como showman, promociona esta versión triple calificando el relleno de “caviar”. Basilotta está en su fábrica, toma un pote, unta una cuchara, se la lleva a la boca y exclama “caviaaaar”.

El video se viraliza y todos se enferman con el alfajor. Basilotta aumenta su participación en Twitter. La comunidad lo celebra. Como si se tratase de un challenger, el Guaymallen de fruta comienza a exhibirse con orgullo. Es ahora un emblema, ¿pero un emblema de qué?

Los alfajores Guaymallen tienen historia y reconocimiento pero no necesariamente fama. ¿Puede un alfajor saltar al estrellato? Cierto episodio sirvió de prólogo, una alerta del potencial mediático: El Chino Maidana, quebrando las reglas del espacio publicitario, se traga un Guaymallen en medio del ring luego de finalizar su pelea contra Mayweather.

¿Sobre quién repercute la fama, sobre Basilotta o Guaymallen? Entenderlo como unidad sería lógico: Basilotta deviene en una antropomorfización de Guaymallen. El empresario encarna las cualidades psicológicas del alfajor: despreocupado, canchero, verborrágico, popular.

Como una suerte de canibalismo, esas características ingresan a nuestro cuerpo tras comer el alfajor. Nada revolucionario: así las marcas crean el deseo entre los consumidores. La novedad, aquí, es un medio no tradicional junto a la función proactiva de los usuarios.

Basilotta de pronto se transforma en un elemento para la saturación mediática. Prueba de ello es la oferta de Tinelli para tenerlo en el Bailando, seguida de la contraoferta de Basilotta para ser sólo auspiciante. Finalmente testimoniamos, en otro video, la visita maquiavélica de Chato Prada y Fede Hoppe para, de seguro, aunar ambas instancias.

¿Anhelamos un alfajor famoso o un sucesor de Ricardo Fort?

Guaymallen encarna un imaginario trash, su calidad es estándar y el precio oscila entre el milagro y la sospecha. De esto también es conciente Basilotta y descalifica como “finolis” a los que rechazan el producto. Basilotta no le teme al escándalo, de hecho se siente atraído por él. Sus peleas con Facundo Calabró fueron seguidas con éxtasis sanguinario y prometen continuidad.

Calabró es mejor conocido como El Catador de Alfajores. Su curva ascendente es estratosférica: de un blog en donde plasma degustaciones de alfajores pasó a tener una cuenta en Twitter con miles de seguidores, y en marzo de este año publica un libro. El Catador se convierte en una autoridad: sus declaraciones en torno a los alfajores argentinos combinan una prosa gozosa, por momentos delirante y atrevida, con un paladar lúcido.

Además de ser un buen escritor se desenvuelve con naturalidad en cámara; no siente pudor por su pasatiempo. Lo invitan a un programa y se luce como un analista de repostería kiosquera. Su precisión léxica, su aspecto lánguido y desgarbado, su abnegación y nula retribución económica (por el momento) lo transforman en la némesis de Basilotta.

Sería matemático que Tinelli quiera convencer a Calabró de participar en el Bailando junto al empresario: así triunfa la dinámica del programa. Dos hombres funcionales al show con el folklore del alfajor de trasfondo.

Éxtasis por la cata de alfajores. Culto por el Guaymallen de fruta. ¿Es sólo una curiosa urgencia por tener referentes mediáticos originales?

La visibilidad del alfajor también debe leerse como otro síntoma de la retromanía que aqueja cada tanto a una cultura y que delata su pasmo ante el presente, o su incompetencia para lidiar con cambios que los movimientos sociales no saben procesar.

El Guaymallen de fruta en sí no importa: morder un alfajor es un gesto proustiano, la resurrección de una emoción escolar desentendida del aquí y ahora. El alfajor se impone como la golosina de la niñez, transversal a varias generaciones argentinas. Todo alfajor, gourmet o industrial, tendrá una connotación infantil. Y hasta es imposible desligarlo de la inversión que uno hacía con una moneda en el recreo del colegio. Este revival se refuerza de cierto chauvinismo: la añoranza por un manjar exclusivamente argentino.

Si las retromanías exponen la infantilización de una cultura, este caso peca de explícito. La reivindicación del alfajor amplía la franja etaria del consumo de la golosina, prolonga la fase oral librándonos de una culpa adulta. Morder un alfajor se equipara a mirar Stranger Things: el pasado rearmado y legitimado en clave de actualidad.

La fama tiende a ser una repercusión graciosa e inesperada pero nunca del todo accidental. Basilotta y Calabró están condenados a ser famosos como el efecto colateral de una compulsión nostálgica que nos extravíe de un presente indescifrable.

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