Vale tanto lo que hace uno como lo que hace otro, a pesar de las diferencias de ceros, cuando de generosidad se trata. La cuarentena les cerró las puertas a casi todos, los aisló, pero en el deporte a muchos también les abrió el corazón y el bolsillo como para que pudieran recordar sus raíces.

Este aislamiento ha mostrado episodios valiosos, de mucha solidaridad y compromiso, ofrecidos por los que menos tienen pero que han dado casi todo, hasta el que ahora tiene casi todo y ha escarbado en sus ahorros para no olvidarse de los que tuvieron a su lado cuando era un desconocido.

Como en aquella crisis de comienzo de siglo en la que jugadores, aún sin ganar mucha plata, ofrecieron sus casas para que las familias necesitadas de su barrio tuvieran un plato de comida, en estos días hubo casos parecidos, protagonizados esta vez por clubes pobres que pusieron una olla popular al costado de la cancha o por aquellas entidades con un poco más de recursos que repartieron viandas para que sus vecinos la pudieran llevar a su mesa.

No es conveniente dar nombres porque fueron muchos y sería injusto olvidarse de alguno. Los clubes de barrio, invisibles durante buena parte del año, ignorados en lo deportivo, cada vez más venidos a menos en lo institucional, salieron a jugar cuando las papas han quemado, cuando el pan ha escaseado, cuando el mango no ha alcanzado y cuando la esperanza se volvía cada vez más lejana. Algo hay que hacer con ellos. Son el primer oído al que recurren los necesitados; son el patio grande de la vecindad en el que se juntan los que se conocen desde años para llenar la panza y aliviar las penas. Es la evidente alternativa lúdica al oprobioso consumo de drogas en las esquinas y al alocado raid en dos ruedas que sólo mira carteras y celulares.

Y así como los clubes, las personas. Jugadores que restringen ingresos propios para ayudar a los que menos ganan; entrenadores que deciden no cobrar hasta que vuelva la competencia; luminarias que desenfundan a lo grande para ayudar a hospitales; socios que no mueven el tablero de su presupuesto al no tocar esa tarjeta de débito que los sigue ligando a la camiseta amada. Y así, como esos, muchos casos más de altruismo y de grandeza se han producido sin que los vientos pudieran acercar más precisiones, sin que se supieran nombres y apellidos.

Algún día será el del regreso a lo que algunos aventuran como la nueva normalidad. Los músculos estarán distendidos y las ganas de volver a ser libres no encontrarán controles en el camino. Será el tiempo de patear, tacklear, encestar, lanzar, correr y remar; sí, remar, en el sentido literal para hacer honor a su disciplina y en sentido figurado como muestra de voluntad para enfrentar lo que se venga de frente. Será el tiempo de todo eso y también el de no olvidar. Los clubes y las buenas voluntades individuales no lo reclamarán; sin embargo, la sociedad debe exigirse el agradecimiento hacia aquellos que convirtieron goles que no se gritaron pero que, sin duda, valen doble.

Los clubes de barrios son el primer oído de los necesitados. (Javier Ferreyra/Archivo)